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Educación versus obediencia.
¿Queremos que nuestros hijos (o alumnos en el caso de los educadores) nos obedezcan? Parece una pregunta sencilla pero tiene más implicaciones de las que en principio solemos apreciar. Por un lado, nosotros somos los adultos y por tanto los responsables de su bienestar y educación. Somos los que sabemos lo que es mejor para ellos y somos quienes, en la mayor parte de ocasiones, tomamos las decisiones. Pero cuando pedimos a un niño que haga o no haga algo y sigue nuestra indicación, lo que interviene (o debería intervenir) es la educación y la confianza, no la obediencia.
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¿Cómo elijo una escuela infantil?
Lamento comenzar este artículo confesando de antemano que yo no tengo la clave para elegir la mejor escuela infantil. Esa elección dependerá de muchos factores que cada progenitor deberá valorar y ponderar, tales como cercanía y comodidad a la hora de llevarlos al centro, metodología impartida, importe económico y muchos más. Pero si nos centramos en la educación que van a recibir los niños, sí que podemos fijarnos en unas cuantas cosas. Tener, por así decirlo, un “abc” de la buena escuela que os ayude a escoger entre las muchas ofertas que existen.
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De qué hablamos cuando hablamos de literatura infantil.
Los adultos tenemos una idea de la literatura que no se corresponde en absoluto con una realidad mucho más rica y compleja de la que suponemos. El hecho de que la vida adulta suela centrar, por diversos motivos, la literatura que consumimos en formatos poco variados nos ha hecho olvidarnos de lo cuantiosa que es. La literatura infantil en concreto es un campo fascinante y tremendamente determinante en la educación de los niños. ¿Literatura infantil? Pero si los niños pequeños no saben leer. De 0 a 3 años hablar de literatura no tiene sentido ¿O sí? Claro que sí. Sólo tenemos que ampliar nuestra visión de lo que es literatura.
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La tiranía de las emociones positivas.
¿Qué tal estás? Una pregunta sencilla y bienintencionada que todos oímos a menudo. Lo preguntamos constantemente a nuestros amigos y familiares y también a personas con las que no tenemos una relación demasiado profunda pero que, por ejemplo, hace tiempo que no vemos. Lo hemos convertido casi en un saludo.
A pesar de esa normalidad con la que formulamos la pregunta, casi nunca estamos preparados para la respuesta. El interrogante sale de nuestros labios pero no tenemos intención de oír la verdad. Por suerte el interpelado tampoco la tiene de contárnosla. Se encuentre bien o mal, esté contento o triste, se limitará a darnos una vaga impresión de bienestar sin entrar en detalles. Por ello, en las pocas ocasiones en las que nuestro interlocutor responde de forma negativa, llega esa sensación de extrañeza. Nos asalta la incomodidad.
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La suerte de haber crecido libre.
Hace un par de semanas inauguraron un parque cerca de mi casa. Han convertido un espacio hasta ahora inservible en una zona verde llena de fuentes, columpios, bancos y césped. Por supuesto semejante terreno está haciendo las delicias de todos los niños que, sin cesar desde su inauguración, lo llenan de carreras y juegos. El domingo por la mañana, paseando por los diferentes caminos que lo cubren, no podía dejar de mirar las sonrisas satisfechas de los más pequeños. Y es que es un lujo poder disponer de un espacio así en el que correr y jugar de forma más o menos libre. Un área grande en la que no tener que preocuparse del tráfico. Es un lujo, y ese es el problema.