Enseñar aprendiendo

Las rabietas, también en los adultos.

Las rabietas, las terribles rabietas, las temidas rabietas… ¿Qué son las rabietas? Pues una rabieta no es otra cosa que la expresión de la frustración del niño ante un deseo que no puede cumplir. Así de sencillo y así de difícil de llevar en muchas ocasiones. Porque cuando un niño monta un numerito en medio de la calle se pasa muy mal. Un niño siempre, claro, que nosotros, los adultos no hacemos esas cosas. ¿O sí?

Los motivos por los que se desencadena una rabieta pueden ser tan diversos como situaciones haya disponibles. Que si quiero esa chocolatina de la caja del supermercado, que si quiero la camiseta rosa en vez de la azul, que si todavía no quiero irme a casa, que si no me apetece bañarme, o muchas otras. Las oportunidades son casi infinitas.

Cuando queremos, o no queremos, algo y nuestra ambición no puede ser satisfecha, aparece la frustración. Ese sentimiento de rabia y enfado por no haber podido conseguir lo que tanto deseamos. Son situaciones muy habituales en niños sobre todo de entre dos y cuatro años de edad, aunque pueden suceder en otras edades. Forman parte de su desarrollo.

¿Solo los niños tienen rabietas? ¿Somos los adultos inmunes, como decíamos antes, a estos secuestros amigdalinos? Pues no. Las rabietas están presentes en todas las edades y etapas de la vida, aunque con bastantes diferencias. 

La primera de estas diferencias es el nombre que ponemos a la situación. Cuando un niño de tres años de edad estalla ante la negativa de su padre a comprarle la chocolatina que ha elegido, lo llamamos rabieta. Cuando un adulto estalla ante el comportamiento del conductor de delante del carril, que ha tardado más de lo que él considera oportuno arrancar ante un semáforo en verde, lo llamamos discusión de tráfico. Así de real y así de injusto.

Las rabietas suceden por el simple hecho de que el niño se está desarrollando y reclama su autonomía; se reafirma ante sus deseos o negativas. En el caso de los adultos, no podemos argüir esa defensa pues, en teoría, tenemos el cerebro completamente desarrollado. Todas las conexiones neuronales están en su sitio y todas las áreas de nuestro cerebro, en especial la corteza prefrontal, se encuentran en pleno uso de sus capacidades. 

Y, sin embargo, las rabietas en los adultos existen y lo hacen con más frecuencia de la que nos gustaría reconocer. Cada vez que nos vemos superados por una situación y decimos aquello de “he perdido los papeles” estamos muy probablemente ante una rabieta. Nuestro sistema límbico, concretamente la amígdala, ha tomado el control y la conexión con el área racional se ha roto. Ya no atendemos a razones y estamos inmersos en una espiral de gritos o llanto. No en pocas ocasiones nos quejamos de las rabietas infantiles cuando a nosotros no nos hace falta nada más que uno de esos estallidos para entrar a su vez de lleno en una rabieta propia.

Vivir una rabieta no nos hace malas personas, ni personas manipuladoras, ni egoístas. Lo que debemos recordar es que a los niños tampoco. Vivir una rabieta nos hace humanos, al igual que aprender con el tiempo a gestionarla o evitarla. Y sobretodo nos hace más humanos ser conscientes de ella y mostrar la empatía y conexión emocional necesaria para ayudar a quien la padece. 

Por suerte hay otras diferencias entre las rabietas infantiles y las adultas. Las nuestras suelen tener mucha menor frecuencia o intensidad y somos más capaces de reflexionar después de que hayan sucedido a fin de poner en marcha los mecanismos necesarios para que no vuelvan a ocurrir. Lo importante es darnos cuenta de que los adultos también tenemos nuestras limitaciones, no pocas, y que hay veces en las que nuestras emociones superan y nos llevan a cometer conductas propias de un niño de tres años, con la gran diferencia de que en ese niño sí que sería un comportamiento completamente normal.