Educación versus obediencia.
¿Queremos que nuestros hijos (o alumnos en el caso de los educadores) nos obedezcan? Parece una pregunta sencilla pero tiene más implicaciones de las que en principio solemos apreciar. Por un lado, nosotros somos los adultos y por tanto los responsables de su bienestar y educación. Somos los que sabemos lo que es mejor para ellos y somos quienes, en la mayor parte de ocasiones, tomamos las decisiones. Pero cuando pedimos a un niño que haga o no haga algo y sigue nuestra indicación, lo que interviene (o debería intervenir) es la educación y la confianza, no la obediencia.
La obediencia es algo muy distinto. Los niños sienten amor incondicional hacia sus padres y demás personas con las que mantienen un vínculo afectivo continuado. En base a, o aprovechándonos de, ello les solicitamos sometimiento absoluto a nuestras órdenes. Pero lo que los niños deben profesar hacia esos adultos es respeto. Y el respeto es algo que merecemos todos los seres humanos por el mero hecho de serlo, incluidos los niños de cualquier edad.
Al menos así debería ser nuestra relación con los niños si deseamos que sea su ejemplo para el futuro, una relación basada en el respeto mutuo. Todos queremos que se conviertan en adultos seguros de sí mismos, competentes, empáticos y respetuosos, y no podemos pretender tal cosa sin haberles enseñado lo propio. Cuando son pequeños, su visión de cómo es el mundo, de lo que pueden esperar de él, se la damos nosotros. De nuestra relación con ellos dependerá que aprendan que pueden sentirse seguros para explorar porque si nos necesitan ahí estaremos; o que por el contrario sientan que el mundo es un lugar inseguro y peligroso. Las interacciones basadas en continuas órdenes y negativas suelen ir ligadas más a la segunda interpretación que a la primera.
Si queremos que sean adultos con relaciones sanas y respetuosas debemos tener esa misma interactuación con ellos desde pequeños. Eso no implica no tener normas. Hay que poner límites, son necesarios y beneficiosos. Porque no podemos pedirles a los niños que tomen decisiones para cuya adopción no se encuentran preparados. Pero también hay que elegir muy bien cuáles son esas fronteras inquebrantables que vamos a marcar. No todas las situaciones son igual de importantes ni todas tienen una única salida.
Al exigir obediencia ciega aniquilamos su curiosidad natural por todo lo que les rodea y entorpecemos su desarrollo. Cuando los límites son claros y se restringen a los estrictamente necesarios, educamos en el respeto y damos seguridad. Les mostramos cómo es la realidad a la que han llegado y les enseñamos a desenvolverse por ella; dejándoles espacio para explorarla por ellos mismos.
Llegará el momento en el que no estemos presentes en todos sus momentos del día a día. Entonces tendremos que confiar en la educación que les hemos proporcionado para que actúen correctamente, esperando que su comportamiento se base en los valores que les hayamos inculcado y no en el miedo al eventual castigo.
El hecho de que tengamos la última palabra no quiere decir que no debamos escuchar sus opiniones y preferencias. Siempre que no implique un riesgo, la mejor opción es dejarles experimentar. Confiemos más en nosotros mismos y también en ellos.